La Reina de lo Terrible


        Al principio fue otra mañana, nada más. Mañana incómoda, sí, pero lo atribuyó al desconcierto del despertar, a la violencia de pasar del mundo del sueño a este otro, más angustiante. Así que se levantó, ignorando ese dolor en la espalda que seguro no era nada, que seguro sólo necesitaba café; y café se hizo, al igual que se hizo la luz. Café y rayos de sol, persiguiéndose por el espacio de la taza en el baile de lo cotidiano. Pero pasado el ritual del desayuno, comprobó que el dolor no había disminuido, sentía una punzada cada vez más aguda que se desplazaba por distintos sectores de su columna. A lo largo del día no hizo más que empeorar, sin importar las distracciones, o la aspirina, o cuántas veces rodara los hombros hacia atrás esperando destrabar a la fuerza un nudo secreto. Se acostó temprano esa noche, reorganizando almohadas y variando posiciones, convencida que dormir sería el remedio más efectivo. Pero el descanso nunca llegó, y recordó por primera vez en años a su abuela: su abuela conviviendo con la enfermedad que la había postrado en cama, un cadáver al que mantenían abrigado hasta que ya no tuvieran que hacerlo; se acordó de su propio miedo de acercarse a ella, de los ojos hundidos en la cara hundida que la llamaban, hasta que no pudo aguantar más y corrió en la dirección opuesta, casi alardeando que podía moverse a donde quisiera y su abuela no, nunca iba a alcanzarla, atrapada entre las sábanas. "No, esto no es lo mismo", se dijo. Algo crujió abajo de ella, los huesos o la cama, gastada de soportar el peso.
        
        No supo en qué momento llegó a dormirse, pero sí cuándo se despertó. Escuchó un grito, parte pesadilla parte realidad, un eco lejano en la garganta. Su espalda era un cristal agrietado, todas las piezas empujaban hacia adentro esperando a clavarse. Hubiera querido poder moverse, arrancar la piel, los huesos, sentir una agonía definitiva pero terminante hasta dejar sólo el alivio del vacío. Sin embargo, entre el dolor que le nublaba la mente, entre sus delirios flagelantes, notó algo más, algo nuevo, una fecha de vencimiento. Se dio cuenta que estaba un tanto elevada por encima de la cama en una dimensión impropia para su cuerpo, formando un arco. Algo vibraba en su columna, algo vivo que la reclamaba y pedía por el mismo sufrimiento que le generaba: era una protuberancia enorme que se había materializado en sólo un par de horas, un caparazón hecho de sí misma que la obligaba a esconderse. Jadeó, e intentó gritar pidiendo ayuda, pero ese fue su error fatal. Los cristales que amenazaban con romperse se desprendieron y desintegraron sobre ella, o detrás de ella, ya no tenía noción de nada más que el martirio, los ruidos mezclados, y por sobre todo, el deseo de morir. Se desmayó en medio del tormento.

        Los momentos de inconsciencia la arrastraban como una marea, y ella sólo era espuma ingrávida. Cuando abría los ojos se encontraba con el techo, el cielorraso gris siempre igual y siempre más cerca por el crecimiento de su espalda, hasta que las costras de lagañas le nublaron la visión, cortinas pesadas e impenetrables que terminaron por cegarla. Ya no podía gritar, no tenía fuerza, en su lugar emitía gemidos agónicos y salvajes que viajaban por su columna como choques eléctricos y le cortaban la garganta seca por la falta de agua. Nunca creyó en Dios o en demonios, pero le rezó a quien estuviera escuchando para sentirse más humana, "por favor, que termine". A pesar de todo, no podía morir. Lo que crecía en su espalda la fue consumiendo, se expandía, la cama ya había cedido bajo su peso, y ella cedió también ante las capas de piel y tendones que eran su crisálida y su tumba. El interior de sí misma era como una cueva, vacío, con pasillos y cúpulas y catedrales de huesos por los que se arrastraba. El dolor había quedado atrás para ser remplazado por algo peor, más tortuoso aún, algo en un lenguaje olvidado, porque ya nadie se atrevía a hablar de eso. Sin embargo, no se sentía sola: sus pasos producían voces, y éstas la seguían con devoción maldita.

"Es la reina de lo terrible", decían.

        Deambulaba ciega y rota, sus gemidos volviéndose un idioma que las voces reptantes aprendieron. Las lagañas llegaron hasta su cerebro y olvidó todo acerca de su vida pasada, olvidó también la sensación de dolor, adoptó la agonía como su estado natural, y dejó que la bestia que crecía sobre ella, su nueva casa, se expandiera a su gusto, llevándola cada vez más y más profundo. 

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