Ruidos A Medianoche

Siempre viví rodeada de ruidos. Al crecer en la casa familiar, el incesante caminar de mi perro por las noches sobre el suelo de madera me aseguraba que la idiosincrasia nocturna permanecía imperturbable; por el contrario, era el cese de su cuadrúpedo andar al que debía estar atenta Cuando mis padres se separaron y mi tiempo se vio dividido entre la incómoda rutina de cambiar de residencia semanalmente, encontré que me tranquilizaba el zumbido del ascensor, cuando sus poleas lo hacían subir y bajar de forma impredecible a la madrugada. Había para mi cierto confort arrullador en la actividad de escuchar, y en los frutos que tal actividad me daba. La idea del vacío, de ausencia de sonido, me provocaba una sensación hueca, de abismal caída. Debido a todo esto, lo primero que hice cuando me mudé sola a un estudio un tanto apartado, fue comprarme un perro. Era el arquetipo canino: raza indefinida, pelaje de tonalidades marrones, altura de mesa ratona y ojos que solo servían para trasmitir alegría al salir a pasear. Nada de esto importaba, no era el cariño lo que me unía a él, sino su función de hacerme dormir por las noches.
Entre idas y venidas que implican una mudanza, La primera mudanza, no dormí realmente sola hasta una semana después de instalarme. El perro cumplía su propósito, e iba de mi habitación al living, del living a la cocina, y vuelta a empezar. Habitación, living, cocina. Cocina, living, habitación. Living, habitación, cocina, cocina, habitación, living. Vuelta a empezar. Apagué la luz con cierto sentimiento de restauración. Las garras del animal sobre el parqué me adormecieron, la única canción de cuna que conocía desde mi infancia. Estaba ya en ese momento de sueño incompleto, donde se cree percibir la realidad pero se duda de que esta sea cierta, donde se puede divisar el descanso a lo lejos, pero tratar de atraparlo lo aleja. Fue ese el momento donde todo quedó en silencio. Cuando se está acostumbrado a tener una mascota, se aprende a percibirla, sin ser estrictamente necesario que ésta esté despierta para sentirla. Hay una calidez en el aire causada por la respiración acompasada de un animal. Yo no encontraba nada de esto. Abrí los ojos desconcertada, queriendo ubicar el origen de tal estático mutismo. Y me sobresalté. El perro estaba ahí, a mis pies, inmóvil, observándome. Podía ver sus orificios nasales moviéndose, pero no respiraba, como si estuviera embalsamado. Sus ojos ya no trasmitían boba felicidad canina, me penetraban, ávidos y enloquecidos. El ambiente a mi alrededor se espesó, y si bien sabía que mi corazón latía con fuerza, no podía escucharlo. No me atrevía a moverme, ni siquiera para echarlo. Por un momento temí que se abalanzara contra mí, enseñando los dientes, atacándome. Esos ojos rojos de sangre antigua me mantenían fija donde estaba, y por Dios si no sentía que estaba por caerme desde lo alto. Entonces, sin ningún cambio perceptible, se retiró. No fueron minutos agónicos, ni una eternidad. No había sido nada. Pareció un alto en cada reloj del planeta, un péndulo inamovible. Temblorosa, cerré la puerta, y permanecí despierta hasta las primeras luces.
Durante el día lo evité, pese a que ya había recuperado su vivaz comportamiento perruno. Me sentía ridícula, y calibraba la idea de que no hubiera sido más que un delirio onírico. Pero contra toda lógica, seguía intranquila.
Esa noche, oyendo la rutina cuarto-living-comedor, y tras un debate interno en el cual me consolé diciendo que nadie tenía porqué enterarse, trabé la entrada de mi habitación, dejándolo afuera. Me sentí vulnerable en mi propia casa. Al igual que la vez anterior, entré en el submundo surrealista del casi sueño. Y otra vez, me despabilé. El perro estaba a mis pies, con el mismo vacío y ojos muertos, con su silencio envolvente que no me dejaba respirar. Noté que la puerta estaba abierta, y me pregunté con frío malestar si no la había cerrado. Me obligué a gritarle que se fuera, era sólo un perro, mi perro, incluso si ese “mi” sonaba erróneo, como un siervo intercambiando lugares con su señor. Esperé, mientras seguía cayendo desde lo alto. Todavía en esa pausa de todos los relojes existentes, se fue, su caminar burlón y desdeñoso. Tuve la certeza de que no iba a dormir ni una hora.
La mañana siguiente decidí deshacerme de él. Lo sentía repentino, sabía que parecía sobredimensionado, pero todavía podía sentir la estalactita de hielo que era mi sangre, roja como sus ojos. No quería un perro en sí, mucho menos a éste, quien en vez de llenar mis noches de sonido las plagaba de pesadillas. Lo devolví a la veterinaria, pero me rehusé a adoptar cualquier otro tipo de mascota de ahí, no fuera a ser que hubiese algo mal con el lugar. De momento, dormiría con música.
  El departamento volvía a ser mío, ya no tendría que pasar miedo por una presencia impredecible y angustiante. Sin embargo, algo en el ambiente se sentía raro, como una trinchera, en la cual el olor a sudor de los soldados se mezcla con el temor, mientras se posicionan contra la pared. Puse una lista de reproducción de interminables canciones que me compraban unas cuantas horas de paz mental, mientras realizaba tareas cotidiana, como haría cualquier mujer normal, en su nueva primera casa normal, que era demasiado chica para bailar.
Cuando llegó la hora me fui a la cama, probando este nuevo método de música constante a un volumen tal que sólo yo pudiese oírla. Podía vivir así, quizás no era necesaria una mascota, hacia la cual de cualquier forma no iba a desarrollar vínculo alguno y me generaría más gastos. Podía llevar esta existencia de sonidos incesantes que lo llenaban todo en mi buscada soledad. Me adormecí, y no me preocupe por cerrar la puerta. La sensación de estar en una trinchera casi se había disipado. Entonces lo sentí, antes de poder abrir los ojos, antes de saber que iba a despertar, o que iba a suceder algo, lo sentí, sin duda alguna y con el más frío pánico; ante todo, el pánico. Cuando lo vi a los pies de mi cama, grité por primera vez, lágrimas frenéticas corriendo por mi cara, queriendo escapar antes que yo. Quería decirle algo, pero la sensación de invalidez era tal que las palabras se marchitaban conmigo en mis labios, así que solo aullaba en mis pensamientos: “¡Basta, basta, basta!”. Algo había cambiado con respecto a las veces anteriores, no parecía embalsamado, sus ojos ya no estaban muertos, sino que se clavaban en mí con reproche, con odio, con castigo, y qué castigo más infernal, lo sabía, los dos lo sabíamos. Todavía no podía hablar.  “¡Perdón, perdón, no lo voy a volver a hacer, perdón!” Me quedaban mis sollozos agónicos como único ruido. Supe en ese momento que la trinchera había volado en pedazos, llevándose  mis miembros con la explosión en diferentes direcciones, para nunca caer.

El tiempo se fue disipando como olas que retrocedían hacia el mar y borraban cualquier huella en su camino; y a mí, a mí me borraban: cada vez era yo menos, y el perro más, cada vez más perdida y devota, porque era todo lo que tenía en este reino desconocido donde era una esclava, donde no reconocía nada de lo que antes me pertenecía. Me llenaba de salvajismo, y él de fría crueldad rojiza, más fuerte que yo, y que mis mente en ruinas, y que todo. De una forma automática y ajena, tan ajena como me parecía ahora el mundo exterior, comprendí que estaba para servirle, así, rota y con miedo, dejada a mi suerte y mi salvajismo ruinoso. No sé cuánto se extendió esta muda dialéctica, porque el afuera no importaba y quizás ya estaba todo en llamas, me era imperceptible en mi papel sumiso. Pero fue el ruido. En la nebulosa que era mi cabeza, se sintió como despertar, y como morir también. Un sonido se abrió paso, minúsculo e intrascendente, viajero, cuya fuente no podía ubicar: tal vez provocado por un momento de lucidez, un espejismo mental, o la necesidad. Sólo eso hizo falta para encontrarme, abrir los ojos, y caer. Comencé a moverme, y esa acción trajo consigo la reticencia producto del temor al castigo, pero seguí moviéndome osada, por primera vez, por mi cuenta. Tomé mi vieja guitarra, y brevemente experimenté la sorpresa de que un objeto tan cotidiano de mi antiguo ser pudiese seguir existiendo de forma inalterable. Lo busqué, lo busqué con la obsesión de la última caza agonizante, donde era presa herida y cazador moribundo, en un bosque que se extendía infinito pero seguro, llevándome a donde quería. Y estas manos que antes hacían música se llenaron de sangre cuando acompañaron el continuo golpe del instrumento, una y otra vez contra su cabeza, imparables. Tanto, que no me detuve cuando el perro comenzó a chillar de dolor, como un animal real; no me detuve cuando se calló, y no era más que un cuerpo mutilado en el piso; y no me detuve tampoco, cuando la sangre empezó a caer de mi propia cabeza. 

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