Pater Noster
Había veces en las que le era difícil apreciar los buenos momentos,
no recordándolos hasta meses después con una pátina de nostalgia. Y otras,
donde era muy fácil. Ésta era una de ellas. Le gustaba Burgos. Le gustaba el
sonido de las pisadas en las viejas calles empedradas, cómo el río corría bajo
el puente medieval, letárgico y más antiguo que cualquier construcción. Le
gustaba la timidez dulce y escondida del mesero del café, y la librería bajo el
jacarandá, el hombre de lentes singulares, pipa curva y expresión serena.
Habían sido esas las pequeñas maravillas que lo habían atraído del lugar, y lo
que había empezado como una breve interrupción de su viaje para comer se había
transformado en una estadía de tres días. Pero a pesar de la belleza de lo
simple, de lo fácil que era disfrutar el viento gélido al sol, (levantar la
cara y que sea sólo eso, aire y rayos y el rostro pleno), se sentía casi en la
obligación de visitar la masiva catedral en el centro de la plaza en el casco
histórico.
Fue por la mañana,
cuando todavía no había gente en la calle y el frío parecía centrarse únicamente
en él. Sólo la fachada del edificio era apabullante: la construcción se elevaba
en un terreno en desnivel, sobre un conjunto de puertas inferiores, talladas
con figuras de reyes y santos tan elaboradas que parecían atrapas en medio de
una bendición. Sobre esto, unas larguísimas escaleras (la escalera al Cielo, pensó irónicamente) que llevaban a la entrada
principal, un conjunto de otras tres puertas talladas en madera sobre las que
se apoyaban las dos primeras torres con forma de agujas y un entramado de
vitrales. Por detrás, se veía la estructura de la nave principal y las otras
dos fachadas flanquedas por chapiteles góticos. La vista no llegaba a abarcarlo
todo, y cualquier tipo de descripción quedaba corta. Lo primero de lo que se percató al entrar fue el frío intenso que le
atravesaba el abrigo y los guantes, de alguna manera peor que en el exterior.
Se ciñó la campera, pero el escalofrío persistía. Lo recibió un guardia que ya
perecía curtido tanto por el frío como por el aburrimiento, y le entregó un
plano detallado del interior y su historia. No parecía haber nadie más, y se
sintió minúsculo y perdido bajo la vigilia de las enormes columnas, tan
imposiblemente elaboradas que por sí sola eran una obra de arte y miedo.
Levantando la mirada vio el choque entre el estilo gótico y renacentista, los
arcos en cruz, los inmensos vitrales hexagonales disparando luz de colores
sobre los altares, explícitas representaciones de santos y escenas de la
Biblia, y largos pasillos llenos de tumbas. Según lo indicaba el mapa se dirigió al
crucero, hasta encontrarse casi encima del sepulcro del Cid Campeador. Sólo
recordaba la leyenda vagamente de sus días de colegio, cuando no tenía el
interés como para prestar atención en clase, pero aún así se sentía impresionado
al ver cómo la historia cobraba vida bajo sus pies. Contiguamente estaba la
Capilla Mayor, parte de la nave central, con aún más sepulturas. Pensó que eso
se estaba empezando a parecer a un cementerio. Hacia arriba, creyó ver una
figura encorvada, y brevemente se sobresaltó al confundirla con una
persona. Entrecerró los ojos, y para su
asombro lo que parecía un humano se le reveló como una extraña marioneta de
aspecto macabro y apariencia burlona. Consultó su guía; El Papamoscas, se llamaba. Se preguntó cómo era posible que a los
mismos arquitectos que habían ideado tal monumento a la religión se les hubiera
ocurrido poner eso ahí. El frío se hizo más intenso. Sus pasos resonaban huecos contra las paredes, y a pesar de que
intentaba concentrarse en el recorrido, aprender su historia, se sentía
observado por la santa iconografía, sus explícitas imágenes del martirio, y
Cristo en lo alto de la cruz. Atravesó distintas capillas hasta sentirse
mentalmente agotado, y decidir que era hora de volver. Deshizo el camino hacia
la entrada bajo el escrutinio de los pilares, sintiendo la necesidad de ir cada
vez más rápido, alejarse más de la frialdad que le atravesaba la piel. Pero
cuando llegó a donde creía que se encontraba la puerta, había un retablo en su
lugar, alto, dorado, repleto de imágenes enrevesadas y terribles girando hacia
él. Se dijo que lo estaba imaginando, pero las figuras realmente se estaban
moviendo, sus túnicas aleteando tras ellos mientras extendían sus brazos
intentando tocarlo. Comenzó a correr, convencido de que la atmósfera del lugar
lo estaba haciendo alucinar, hasta que en su carrera casi choca contra una
figura. Se alivió un poco, ¡otra persona! Ya no estaba solo en ese enorme
sepulcro. Levantó la vista agradecido hacia un hombre de armadura medieval y
ojos rojos.
-¡Nunca tendré compasión por aquellos que no supieron morir a
tiempo!-dijo Rodrigo Díaz de Vivar, su voz reverberando en las paredes. Levantó
la espada e intentó asestar un golpe, pero había pasado siglos enterrado, y sus
movimientos eran lentos. Esto le dio tiempo para escapar, gritando por ayuda,
gritando por un poco de sentido. La Virgen lloraba lágrimas de sangre en lo
alto del altar, con su bebé en brazos chillando del hambre. Al pasar por el coro, éste se llenó de voces
cantando gravemente, discordes y envolventes:
Pater Noster, qui es in caelis,
sanctificétur nomen Tuum,
adveniat Regnum Tuum,
fiat volúntas tua, sicut in caelo et in terra.
sanctificétur nomen Tuum,
adveniat Regnum Tuum,
fiat volúntas tua, sicut in caelo et in terra.
Amén
Amén
Amén
Estaba cubierto en sudor, y el frío había sido remplazado por un calor
cada vez más sofocante. Se tapó los oídos para no escuchar los cánticos, pero
eran ensordecedores, no podía pensar. En lo alto el muñeco diabólico del Papamoscas
reía y abría la boca mientras el reloj marcaba con campanadas horas que no
existían. Giró sobre sí, hasta que a lo lejos, finalmente, benditamente, divisó
las puertas, su salida, su única esperanza. Corrió más rápido, pero el piso
estaba resbaloso con sangre, y de sus
tumbas se levantaban los antiguos reyes, peleando por el trono, peleando por el
único súbdito a la vista. La catedral entera parecía temblar, ¿es que nadie lo
veía?, ¿Nadie iba a ayudarlo? Los vitrales reflejaban sombras sobrenaturales y
monstruosas, los colores olvidados, los arcos abovedados amenazaban con
colapsar sobre él, ¡piedad! Las puertas cerradas parecían
alejarse cada vez más, y no había Dios ni padre nuestro alguno que salvaran su
alma cuando el piso se abrió en violencia, la caída infernal e inevitable, y
los santos gritando en padecido horror.
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