A Primera Hora
De un sueño sin sueños, así me desperté. Abrí los ojos y me
reconocí, me sentí en mí, a mí y a mi cuerpo. Y de repente estaba cansada de
vuelta.
Había llorado la noche anterior, ya no me acordaba por qué,
si lo mismo de siempre o algo nuevo, pero al despertar mis ojos se encontraban
hinchados, y mi piel tenía la suavidad lijada que dejan las lágrimas. Solían
gustarme las mañanas, cuando el día todavía no había comenzado, aún no había
pasado nada que activase la rueda de hámster diaria en la que se había
convertido la vida, y las veinticuatro horas se extendían impolutas y llenas de
posibilidades. Ahora, en cambio, parecía el inicio de una sentencia de muerte.
Ya sabía que el final era malo.
Soy, por regla general, una persona bastante triste.
Di vueltas en la cama, no queriendo levantarme; quizás podía
volver a dormir, extender un poco mi momento de inconsciencia permitido. Pero
esa molestia permanente que me tiraba afuera y abajo, ese piqueteo constante
dentro de mí que no me permitía olvidarme que estaba ahí, ya me había
reclamado. Dejé que mi mirada vagara hasta desenfocarse, hasta que los objetos
se distorsionaron y fueron otros, y las sombras tenían sombras que jugaban con
las del sol. Imaginé que de un agujerito en la pared salían elefantes y
murciélagos, y muchos animales más que aguardaban agazapados a que los
liberase. Si entrecerraba un poco más los ojos podía convertir la iridiscencia
de la luz en mariposas que traspasaban las cortinas y…
Una de las tantas peleas domésticas de los vecinos me sacó de
la ensoñación. Que ella hacía todo en esa casa. Que él apenas tenía tiempo de
dormir por las noches, con lo mucho que trabajaba. Que ella se sentía sola. Que
él estaba cansado. “Yo también”, pensé
débil, muy débilmente, sin saber a quién de los dos estaba dirigido.
Como último recurso aplazativo seguí con el dedo los patrones
de la colcha, una pieza vieja traída de casa de mis padres, más por un tema
ahorrativo que de apego. Adelante y atrás, siguiendo las espirales, la cantidad
de veces necesarias para mentalizarme. Finalmente, me levanté. El colosal esfuerzo
que esta acción requería me resultaba casi vano, dado que carecía de propósito.
Pero, de todas formas, lo hice.
Me lo tomaba con calma. Yo era paciente y médica a la vez.
“Poco a poco, téngase paciencia”, me decía. “No quiero”, respondía. Mi cuerpo
me resultaba enorme, pesado, molestia que me tensaba cada músculo. Llegué al
umbral de la puerta de la habitación. “Muy bien, un logro, ya no podrá volver a
la cama”, dijo la doctora. La paciente suspiró.
Levanté la cabeza, y automáticamente me accidenté con mi
reflejo. En este momento, odiaba la disposición del espejo, que me obligaba a
mirarme cada mañana, cada vez más decadente, pero no tenía energía ni espacio
para cambiarlo de lugar. Vi mis ojos tristes, hinchados. Ojos tristes en una
cara suavizada por las lágrimas.
Hice mi camino hasta
la cocina, y con movimientos lentos y mecánicos, forzados, calenté agua. De a
poco, con calma. Era una mañana fría y soleada, y desde mi tercer piso podía
ver el vaivén de los árboles, al son de una lejana obra en construcción. Una
hoja viajera había encallado en la ventana de la cocina.
No sé que hubo en esa imagen, ese frío cálido, y ese baile de
los árboles, y esa hoja, que me trajeron el recuerdo de un tiempo pasado, un déjà vu, o un fantasma indulgente, que me
llevó a otro momento, cuando el mundo elegía mostrarse hermoso, cuando yo
elegía compartirme, y reflejarme junto a alguien más. Cuando no quería estar
acompañada en mi soledad, sino acompañada. Cuando no había caminos
inevitablemente separados, ni ojos cansados ni sueños frustrados. Cuando ponía
agua a calentar para dos, y había dos tazas.
Y si existe una mayor muestra de amor que dos tazas de café a
la mañana, yo no la conozco.
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