Donde las Arañas van a Morir

Por lo general, las pesadillas involucran a alguien corriendo, huyendo de algo. En esta, sin embargo, era todo lo contrario. Ella estaba paralizada, ya sea por miedo, resignación, o invisibles ataduras, otro instrumento de tortura que el sueño le aplicaba. Más tarde al despertar, recordaría la angustia real, sentiría aún los vellos erizados, la opresión todavía presente en el pecho.
En ese momento, en esa posición incapacitada y en la completa oscuridad, vio con horror incomparable como una horda de bichos se aproximaba hacia donde estaba. Lentos, reptantes, sin apuros, saboreando el miedo que emanaba su víctima; sabían que no podría escapar. Los había de todo tipo: arañas, cucarachas, escarabajos, gusanos, y hasta algunos ficticios que contaban con tentáculos.  Avanzaban produciendo un ruido que no fue capaz de olvidar ni siquiera una vez que estuvo despierta, amparada por los rayos solares, lejos de toda pesadilla. Sonaban como un millar de maracas, que contrariamente a ser festivas, estaban repletas de diminutos huesos de ratón.
No produjo sonido alguno, no porque no quisiera (quería, realmente quería gritar), sino porque nada le daba más asco que la perspectiva de alguna de esas criaturas entrando en su boca, por lo que la mantuvo fuertemente cerrada. Además, sabía que nadie respondería a los gritos de ayuda. En los sueños, uno sabe cosas, que se le presentan como verdades absolutas. Tratar de ir contra eso, es como arrojar algo y esperar que flote en vez de romperse. Carece de lógica y es inútil.
Los insectos proseguían con su avance, algunos ya tan cerca que era capaz de ver las vellosidades de sus múltiples patas. Se revolvió en sus invisibles cadenas, en un esfuerzo desesperado por soltarse y huir, o defenderse, o no sentirse tan expuesta. Pero en el fondo sabía que no iba a funcionar, al igual que cualquier intento de pedir auxilio.
Finalmente, llegaron a ella. Los sentía moviéndose por su cuerpo, cuantiosos, indeseados, fríos, peludos. No le infligían daño alguno, sino que solo paseaban por sus extremidades, como si de un árbol se tratase, un ecosistema, en el cual crecían, se reproducían. Y dejaban sus huevos. Entonces las crías nacieron, y el reducido hábitat en el que se había convertido ya no daba abasto, por lo que tuvieron que localizar nuevos recovecos en su interior. Ahí fue cuando empezaron a entrar. Podía cerrar la boca, pero no proteger sus otras cavidades; fosas nasales, orejas, y cuencas oculares, reclamaron toda entrada que pudieran encontrar hacia lo profundo de su cuerpo. Se fue ahogando. Era como sentir comezón en lo profundo de la garganta y no poder rascarse, pero en todo el cuerpo, y con la certeza de que lo producían un centenar de organismos vivos, con un centenar de patas, antenas y crías.
Se volvía cada vez más insoportable. A ese punto ya había abierto la boca, no para gritar, sino como un último esfuerzo infructuoso por ingerir un poco de aire. Sólo empeoró las cosas. Entraban más, y más, y más…
Y se despertó gritando.
Sudaba, y los fuertes latidos de su corazón acelerado evidenciaban el silencio del departamento. La adrenalina y el malestar no se habían disipado, por lo que a pesar de la débil lumbre de la temprana mañana que ya se entreveía, prendió la luz. Algunos músculos le dolían por la tensión, pero no quiso recostarse nuevamente, la cama le resultaba amenazante, y la posibilidad de volver a dormir aún más.
Por lo que se levantó, encendiendo todas las lámparas a su paso, descorriendo todas las cortinas. La mayor parte del tiempo, le gustaba la calma y privacidad de su vivienda, la hacían sentir relajada. En ese momento sin embargo, sólo la hacían más consciente de su soledad. Sola con su miedo, sola con sus gritos, sola con ella misma. 
Necesitando salir, decidió aprovechar la mañana, con la esperanza de que unas horas al aire libre borrarían todo rastro del mal sueño. Se cambió sin fijarse en las prendas, para así apresurar su misión. Fue a abrir la puerta, su cuerpo zumbando con ansías de salir.
Pero la puerta no abrió.
Intentó nuevamente. Tal vez su prisa había hecho que pusiera mal las llaves, o no girara del todo bien. Mas a pesar de los reiterados esfuerzos, la entrada continuaba cerrada. En su sensible estado, esto la exasperó enormemente. No sólo era muy temprano para llamar al cerrajero, sino que tendría que estar en ese departamento, cargado de la energía de la pesadilla, hasta que pudiera venir a arreglarla. 
Manteniéndose alejada de su habitación, pensó en actividades que pudiesen distraerla, preferentemente que involucrasen algún tipo de ruido para llenar el vacío. Ver la televisión parecía la mejor opción. Sin embargo, cuando prendió el artefacto, descubrió, que no había señal alguna, ningún canal disponible, ningún sonido para combatir el silencio. Con un presentimiento asqueroso surgiendo en su garganta, levantó el teléfono, esperando que sus sospechas no fueran ciertas, sabiendo ya que lo eran. Nada. Sin línea.
Sin señal. Sin línea. Sin puerta. Sin comunicación. Antes de que pudiese pensar en una posible solución, se sentó en el suelo y lloró.
Terminada la catarsis, lo intentó todo. Tirar abajo la puerta, romper una ventana, gritar y hacer todo el ruido del que fuera capaz. Nada de eso valió la pena. La puerta se había transformado en un inamovible bloque de piedra, las ventanas en duro diamante, y sus vecinos en sordos incurables.
El tiempo discurría de manera extraña. A veces miraba el reloj, y con convicción podía decir que no había avanzado ni cinco minutos en lo que parecía una hora; otras encontraría la luz del exterior disminuyendo cuando hacía nada había un sol radiante. Atribuyó este trastorno del tiempo a su creciente ansiedad. Apostaba que alguien, en algún momento, viniera a buscarla, tenía amigos, tenía familia, y era este el único consuelo que encontraba en su situación. Pero nadie vino. Y supo, al igual que había sabido que la línea del teléfono estaría cortada, que nadie iba a venir.
De esta forma pasaron los días, con episodios de demencia y una desesperanza que amenazaba con matarla. Descubrió que no necesitaba dormir o comer, aunque esta última actividad la realizaba en un vano intento de romper la monotonía de sus reiterados paseos en la que ahora era su celda. Su único consuelo (aunque llamarlo así es exagerado, dado que no era tal) era que todavía podía leer, aún si la mayor parte del tiempo su mente enloquecida le impedía procesar las palabras. Al principio había buscado soluciones, había pensado lo imposible para escapar, se había convertido en creyente de cada religión, y se había preguntado por cuánto tiempo permanecería ahí. Luego paró. Todo eso no hacía más que reforzar su tortura.
Entonces comenzaron a aparecer bichos muertos por la casa. Fue paulatino, y no lo notó hasta que la cantidad ascendió a un número que incluso en su enloquecimiento fue capaz de percibir. Los había de todo tipo: arañas, cucarachas, escarabajos, gusanos. Y hasta algunos ficticios que contaban con tentáculos.  A pesar de que claramente no se encontraban con vida, se negaba a acercarse a ninguno de ellos, misión difícil, dado que su número aumentaba minuto a minuto. Dictaminó que ya había pasado su punto límite de cordura, que ahora estaba condenada a vivir en su universo de locura y horror, una invención que nunca creyó su mente fuese capaz de articular.
No mucho después, sólo un pequeño rincón de lo que antes había sido su refugio, su hogar, estaba libre de cadáveres de insectos. A ese punto, ya no pensaba. En nada. Era casi un autómata, que cumplía las acciones de su antiguo yo por pura mecánica. Pero hasta su sueño robótico se vio interrumpido cuando lo peor llegó. 
Una patita comenzó a moverse, con un espasmo. Paró. Nada. Nada. Nada. Y espasmo. Patita moviéndose. Pausa. Nada. Espasmo, espasmo, espasmo. Otra patita, más patitas, más espasmos, menos pausas. Todo un apartamento de patas moviéndose. De criaturas antes muertas, vivas otra vez.
Encontró su voz, ronca, oxidada por los días en desuso, y chilló, aterrorizada, loca, confundida, sola e impotente. Si bien al principio agitaban sus múltiples miembros al aire, sobre sus espaldas, prontamente fueron volteando sobre sí, listas para un segundo encuentro con su presa.
Y en aquel momento hubo un cambio. La feroz marcha de los bichos se vio…cancelada. Evaporada, negada. Antes de que llegasen a tocarla, los insectos se esfumaron, como si alguien pasase una goma de borrar por encima. Porque eso fue lo que pareció. En el lugar que segundos antes habían estado, rodeándola con sus pinzas, y patas, y miles de ojos, quedaba ahora un espacio en blanco.
El efecto de la goma fue extendiéndose. Primero todos los bichos, para seguir con los muebles, y las paredes, y todo, dejándola en pie sobre el rincón al cual no habían llegado los cadáveres, rodeada de un blanco infinito.
No se resistió cuando los pocos centímetros de baldosa bajo sus pies fueron borrados.

Tampoco se resistió, cuando en la resignación absoluta y definitiva, se vio desaparecer, una voluta más en el sueño de otra persona, que ahora despertaba. 

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