Arquetipos Nocturnos

Me encuentro nuevamente en una de esas situaciones en las que no sé muy bien cómo terminé. No es que me desagrada, no exactamente, pero me llena de este sentimiento reiterativo para conmigo misma, donde me regaño por no estar disfrutando a pleno, por caer en este arquetipo que odio; y me enojo con los demás, porque si no estoy disfrutando, es en realidad por ellos; entonces vuelvo a criticarme a mí, que ya sin arquetipo ni glorificación, soy socialmente incapaz de establecer una conversación. Después vuelvo a culpar a los que me rodean, porque no me puedo pelear con la única persona del lugar que me cae bien. Estoy en una fiesta, en una casa que sería imponente si la pileta no estuviera llena de flotadores de Gancia, o los amplios cuartos no estuvieran aromatizados con olor a vodka, un gusto tan refinado. Pero no,  yo no estoy en la fiesta, estoy en uno de los sillones dispuestos en el jardín, el evento es sólo una excusa para estar ahí sentada, quejándome, porque sí, porque puedo. No conozco al dueño, y aunque lo hiciera, me sería imposible diferenciarlo del resto de los hombres a la vista, todos vestidos iguales. Había perdido a mi rebaño de amigas, probablemente ahora pastoreando puchos, bebiendo del río de Fernet, o perpetuando la especie.
Es curiosa la sensación de observar la euforia desde afuera, dada casi en su totalidad por el grupo, y no la psique; se mueven con una sinfonía diferente, una de risas, y violencia, y golpes motorizados al aire. Es curiosa la sensación de verse a uno mismo estando afuera y adentro, donde sólo es posible ser un fracaso rotundo o un ente superior con todas las respuestas. Y cómo de superior me creo, maldita fracasada.
Noto que la superficie sobre la cual estoy apoyada se hunde notoriamente a mi derecha. Tengo la cabeza gacha, así que apenas alcanzo a ver sus piernas, enfundadas en jeans cuyas costuras están a punto de reventar, los músculos exageradamente tensos, la tela demasiado ajustada. No levanto la mirada, no debe estar ahí por mí, Por Dios, que no esté ahí por mí. Por favor, que sea por mí. Las piernas infladas como globos se quedan como están, y ni ellas ni yo nos movemos. Finalmente,  un par de dedos me chasquean en frente, y  ya no hay forma de disimular. Me enderezo y observo a quien tengo al lado, quien opina que interpelar a alguien chasqueandole los dedos en la cara es una buena forma de empezar una conversación. Me sonríe con labios ladeados de borracho, en lo que él debe pensar que es una mueca despreocupada y atractiva. Se presenta, arrastrando las palabras, pero no escucho ni el saludo ni su nombre, Segundo algo, creo. Otra situación en la que no sé cómo terminé. Y me empieza a dar charla, de esa manera arrolladora y admirablemente superficial que me es tan ajena, arte que se me escapa y que finjo que no me interesa sólo porque yo soy mala en él. El presunto Segundo habla sin vacilación, y yo intento asentir, y reír, y aportar, y no juzgar, porque sé que puedo, pero esta doble moral me sigue recordando que al menos se había acercado, que era real, y no era interesante, pero estaba interesado. Éste es el problema, mi atropellado monólogo interno es imparable y contradictorio: ve a los demás como demasiado reales, cercanos y repelentes, y al mismo tiempo, separados, ficticios, a veces anhelados, a veces mejor así.
No puedo escuchar por sobre mi ruido, ni mis respuestas ni las suyas, pero una única acotación traspasa la barrera del vidrio unilateral:

-...Y una vez leí que la mujer es como una guitarra, ¿no? Que hay que saber tocarla. Y bueno, la verdad me pareció hermoso.

Hasta acá mi doble moral que frenaba mis prejuicios. ¡Ay, flaco! ¿A vos te parece? ¿Te estás escuchando? ¿Sabés lo que es una guitarra? Una guitarra es un instrumento, y a los instrumentos si alguien no viene, los agarra, y los toca, no sirven, no cumplen su propósito, dejan de ser. Y pobre de vos si te animás a agarrarme y tocarme, porque de mí no vas a escuchar música, vas a escuchar una puteada estelar. Está bien, yo entiendo: estás en una fiesta, donde te querías levantar a una minita y listo, donde la dinámica es precisamente ésa. Entiendo, una vez en la clase de Literatura la profesora los obligó a leer algo de Neruda, que ni entendiste ni te interesó, pero te dio la idea de que a las mujeres les gustan las analogías que las comparan con todo, menos con ser mujer. Y entiendo, ahora te querés matar, porque yo no puedo frenar mi cara de asco, y por ahí tu versito a otra le hubiera gustado, pero te viniste a sentar al lado de una amargada de mierda, doblemente amargada porque siente que su presencia ahí es risible y ridícula, y vos sos tan ilusorio que la haces sentir peor.
Hacen falta unos segundos más para que se de cuenta que ya no es bienvenido en mi sillón y ponga la esperada excusa de que tiene que ir a buscar a un amigo. Al fin. Qué pena.

           


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